La capilla
rosada, con su pequeño sobradillo, debe haber sido construida por hombres
buenos y delicados y, además, muy piadosos.
Se me ha dicho a
menudo que hoy en día ya no quedan hombres piadosos, es lo mismo que decir qu
ya no hay música ni cielos azules. Creo que hay mucha gente piadosa. Yo mismo
lo soy. Pero no lo he sido siempre.
El camino de la
piedad puede ser diferente para cada uno. En mi caso pasó por muchos errores y
sufrimientos, por muchos tormentos interiores, por arrogantes tonterías, por
selvas de necedades. Era librepensador y sabía que la piedad es una enfermedad
del alma. Era asceta y me hundí muchos clavos en la carne. No sabía que ser
piadoso significa alegría y salud.
La piedad no es
otra cosa que confianza. Tiene confianza la persona sencilla, sana, inofensiva,
el niño, el salvaje. A mí, que no era sencillo ni inofensivo, la confianza tuvo
que llegarme después de muchos rodeos. El principio es confianza en sí mismo.
La fe no se alcanza con cálculos, culpa y escrúpulos de conciencia, ni con
mortificaciones y sacrificios. Todos estos esfuerzos van dirigidos a dioses que
habitan fuera de nosotros. El Dios en quien debemos creer está en nuestro
interior. Quien se niega a sí mismo, no puede aceptar a Dios.
¡Oh, querida e íntima
capilla de esta región! Llevas los signos e inscripciones de un Dios que no es
el mío. Tus fieles rezan oraciones cuyas palabras no conozco. Sin embargo,
puedo rezar en tu interior tan bien como en el encinar o en el valle. Floreces entre
el verdor, amarilla, blanca o rosada, como las canciones de primavera de la
juventud. En tu interior todas las oraciones son santas y están permitidas.
La oración es tan
santa y tan redentora como el canto. La oración es confianza, es confirmación.
Quien verdaderamente reza, no suplica, solo enumera sus circunstancias y
necesidades, canta su sufrimiento y gratitud. Tal como cantan los niños. Así
rezaron los santos ermitaños que están pintados entre sus oasis y corzos en el
cementerio de Pisa; es la pintura más hermosa del mundo. Así rezan también los árboles,
los animales. En los cuadros de los buenos pintores, rezan cada árbol y cada
montaña.
Quien procede de
una devota familia, ha de recorrer un largo camino hasta llegar a esta oración.
Conoce los infiernos de la conciencia, conoce la punzada mortal de la división de
sí mismo, ha sentido la incisión, el tormento, la desesperación de toda índole.
Hacia el final del camino descubre con asombro lo fácil, infantil y natural que
es la bienaventuranza que ha buscado por senderos tan espinosos. Pero los
caminos de espinas no han sido inútiles. El prodigio es diferente del que siempre
ha permanecido en el hogar. Ama con más efusión y está más libre de justicia e
ilusiones. La justicia es la virtud del que se ha quedado en casa, una virtud
antigua, una virtud del hombre primitivo. Nuestra generación no puede hacer uso
de ella. Solo conocemos una felicidad: el amor, y una única virtud: la
confianza.
Envidio a estas
capillas por sus fieles, por sus comunidades. Cien fieles le exponen sus
sufrimientos, cien niños ponen coronas en sus puertas y les ofrecen sus velas. En
cambio, nuestra fe, la piedad de los pródigos, es solitaria. Los de la fe
antigua no quieren ser compañeros nuestros, y las corrientes del mundo pasan
muy lejos de nuestras islas.
Arranco flores de
la pradera contigua, primaveras, tréboles, ranúnculos, y las deposito ante el
altar de la capilla. Me siento en el pretil, bajo el sobradillo, y tarareo un
cántico piadoso en la quietud de la mañana. Mi sombrero está sobre el muro de
color pardo, y una mariposa azul se detiene en él. En el valle lejano silba,
fina y suavemente, un tren. En los arbustos aún centella, aquí e allí, una gota
de roció.
“El Caminante”, Hermann
Hesse