sexta-feira, abril 19, 2013


La capilla rosada, con su pequeño sobradillo, debe haber sido construida por hombres buenos y delicados y, además, muy piadosos.

Se me ha dicho a menudo que hoy en día ya no quedan hombres piadosos, es lo mismo que decir qu ya no hay música ni cielos azules. Creo que hay mucha gente piadosa. Yo mismo lo soy. Pero no lo he sido siempre.

El camino de la piedad puede ser diferente para cada uno. En mi caso pasó por muchos errores y sufrimientos, por muchos tormentos interiores, por arrogantes tonterías, por selvas de necedades. Era librepensador y sabía que la piedad es una enfermedad del alma. Era asceta y me hundí muchos clavos en la carne. No sabía que ser piadoso significa alegría y salud.

La piedad no es otra cosa que confianza. Tiene confianza la persona sencilla, sana, inofensiva, el niño, el salvaje. A mí, que no era sencillo ni inofensivo, la confianza tuvo que llegarme después de muchos rodeos. El principio es confianza en sí mismo. La fe no se alcanza con cálculos, culpa y escrúpulos de conciencia, ni con mortificaciones y sacrificios. Todos estos esfuerzos van dirigidos a dioses que habitan fuera de nosotros. El Dios en quien debemos creer está en nuestro interior. Quien se niega a sí mismo, no puede aceptar a Dios.

¡Oh, querida e íntima capilla de esta región! Llevas los signos e inscripciones de un Dios que no es el mío. Tus fieles rezan oraciones cuyas palabras no conozco. Sin embargo, puedo rezar en tu interior tan bien como en el encinar o en el valle. Floreces entre el verdor, amarilla, blanca o rosada, como las canciones de primavera de la juventud. En tu interior todas las oraciones son santas y están permitidas.
La oración es tan santa y tan redentora como el canto. La oración es confianza, es confirmación. Quien verdaderamente reza, no suplica, solo enumera sus circunstancias y necesidades, canta su sufrimiento y gratitud. Tal como cantan los niños. Así rezaron los santos ermitaños que están pintados entre sus oasis y corzos en el cementerio de Pisa; es la pintura más hermosa del mundo. Así rezan también los árboles, los animales. En los cuadros de los buenos pintores, rezan cada árbol y cada montaña.
Quien procede de una devota familia, ha de recorrer un largo camino hasta llegar a esta oración. Conoce los infiernos de la conciencia, conoce la punzada mortal de la división de sí mismo, ha sentido la incisión, el tormento, la desesperación de toda índole. Hacia el final del camino descubre con asombro lo fácil, infantil y natural que es la bienaventuranza que ha buscado por senderos tan espinosos. Pero los caminos de espinas no han sido inútiles. El prodigio es diferente del que siempre ha permanecido en el hogar. Ama con más efusión y está más libre de justicia e ilusiones. La justicia es la virtud del que se ha quedado en casa, una virtud antigua, una virtud del hombre primitivo. Nuestra generación no puede hacer uso de ella. Solo conocemos una felicidad: el amor, y una única virtud: la confianza.

Envidio a estas capillas por sus fieles, por sus comunidades. Cien fieles le exponen sus sufrimientos, cien niños ponen coronas en sus puertas y les ofrecen sus velas. En cambio, nuestra fe, la piedad de los pródigos, es solitaria. Los de la fe antigua no quieren ser compañeros nuestros, y las corrientes del mundo pasan muy lejos de nuestras islas.

Arranco flores de la pradera contigua, primaveras, tréboles, ranúnculos, y las deposito ante el altar de la capilla. Me siento en el pretil, bajo el sobradillo, y tarareo un cántico piadoso en la quietud de la mañana. Mi sombrero está sobre el muro de color pardo, y una mariposa azul se detiene en él. En el valle lejano silba, fina y suavemente, un tren. En los arbustos aún centella, aquí e allí, una gota de roció.

“El Caminante”, Hermann Hesse